“BUSCAR LA RIQUEZA” (Reflexión al hilo de un reciente debate)
María Teresa Soler Roch
“Buscar la riqueza allí donde la riqueza se encuentra”. Ésta es la conocida frase acuñada en su día por el Tribunal Constitucional, referida a la exigencia básica del principio de capacidad económica proclamado en el artículo 31.1 de la Constitución. Una expresión que sintetiza la idea de justicia tributaria con la lógica y el sentido común.
Hace ya algunos años, el profesor Rodríguez Bereijo afirmaba que “el Derecho Financiero, que debe concebirse esencialmente como un derecho desigual, por cuanto parte de la desigualdad real, económica y social, de los individuos y de las clases sociales, cumple un papel muy importante a través de la función redistributiva a que responde en su esencia última para lograr la igualdad efectiva, de hecho, del individuo y de los grupos en los que éste desarrolla su personalidad.”[1]
La reducción de la desigualdad, creciente en estas últimas décadas y especialmente en España, con una brecha que aumenta a raíz del impacto económico provocado por la actual pandemia, exige desarrollar políticas fiscales que tengan como objetivo aquella reducción. Todo ello, para dar efectividad a los principios de justicia establecidos en nuestra Constitución, en el artículo 31.1 (capacidad económica, igualdad y progresividad) y en el artículo 31.2 (asignación equitativa de los recursos públicos). En el primer caso, utilizando la política fiscal como instrumento de redistribución y en el segundo caso, mediante una adecuada prioridad en la determinación de las necesidades públicas, lo cual no significa incrementar el gasto público sin más, sino seleccionar qué políticas de gasto necesitan reforzarse, reduciendo y suprimiendo otras partidas de gasto, ya que en eso precisamente consiste asignar equitativamente los recursos públicos y más todavía cuando la financiación del denominado gasto social exige un mayor esfuerzo, de los contribuyentes actuales pero también de los futuros en función del nivel de endeudamiento. En definitiva, el sacrificio de la riqueza en aras a la contribución al sostenimiento de los gastos públicos, se legitima por la justicia en el empleo de dicha contribución por parte de los poderes públicos y esta congruencia es la que da sentido a la conexión entre los apartados 1 y 2 del artículo 31 de la Constitución.
En relación con el objetivo de reducción de la desigualdad y en concreto, respecto de la prioridad en la financiación del gasto social y la redistribución vía impuestos, se ha planteado un reciente e interesante debate por parte de algunos hacendistas norteamericanos. La cuestión clave es, en esencia, la siguiente: si para reducir la desigualdad debe darse prioridad a las políticas de gasto y en especial al gasto social (educación, pensiones, sanidad), para lo cual se necesitan impuestos con un fuerte potencial recaudatorio con independencia de su perfil más o menos progresivo, o si por el contrario, debe darse prioridad a la redistribución vía impuestos progresivos con especial incidencia sobre los contribuyentes de mayor riqueza.
La primera opción, consistente en priorizar las políticas de gasto, fue la posición defendida por Kleinbard [2] quien, aparte de recordar que el gasto es el objetivo y el impuesto el instrumento – como ya dijera en su día G.Jèze y en nuestra doctrina el profesor Bayona – entendía que lo importante es el efecto neto resultante de las políticas de gasto e ingreso para financiar el Estado del bienestar, y que los parámetros de progresividad no están sólo en los ingresos, sino también en los gastos: “Una política de gasto bien diseñada es por sí misma progresiva en la práctica, e incluso impuestos ligeramente regresivos pueden financiar sistemas progresivos en términos netos, si los ingresos son suficientemente elevados”, por lo que dentro de parámetros razonables, los efectos redistributivos del gasto son superiores a los de la redistribución vía impuestos. Sin embargo, otros autores como Piketty, Saez y Zucman [3] entienden que para luchar contra la desigualdad es prioritario reforzar la progresividad impositiva, manteniendo e incrementando los impuestos sobre la riqueza personal (herencias y patrimonios) y subiendo los tipos aplicables a las rentas más altas.
Sin duda debe tenerse en cuenta el contexto del debate en relación con el sistema de Estados Unidos, distinto del europeo, tanto por lo que se refiere a las políticas de gasto social como a determinadas estructuras impositivas (por ejemplo, no se aplica un impuesto como el IVA). Creo sin embargo que, aunque con otros matices, el debate de fondo es extrapolable a nuestro sistema, sobre todo si se trata de mantener y reforzar los actuales niveles del Estado de bienestar. A este respecto, dejo esta cuestión abierta: en las actuales circunstancias ¿qué va a ser más efectivo para financiar el gasto social, una subida del IVA o un incremento del tipo aplicable a las rentas del capital superiores a 200.000 euros en el IRPF? Creo que debe tenerse en cuenta la tesis de Kleinbard sobre el efecto neto de las políticas de gasto e ingreso en términos de progresividad e impacto sobre la reducción de la desigualdad. Ahora bien, no son instrumentos incompatibles y una financiación potente del gasto social puede y debe combinarse con una mayor progresividad en la imposición, especialmente en aquellos impuestos directos que gravan la riqueza personal. Además en nuestro Derecho, ésta es una exigencia constitucional, reflejada en la conexión de los criterios de justicia establecidos en el artículo 31 de la Constitución a la que me he referido anteriormente.
Debe advertirse no obstante, que estos criterios son aplicables a los denominados impuestos de financiación, es decir los impuestos de estructura contributiva utilizando el concepto acuñado en su día por el profesor Vicente-Arche.[4] El planteamiento es distinto en los impuestos de ordenación, cuyo objetivo es extrafiscal, destinado a la protección de otros bienes e intereses y que utilizan la imposición como instrumento para desincentivar determinadas actividades, bienes o consumos perjudiciales, todo ello legitimado por el reconocimiento constitucional de dichos objetivos (como la protección de la salud o el medio ambiente en los artículos 43 y 45 de la Constitución) o por principios específicos (como el principio “quien contamina paga” proclamado en el artículo 191.2 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea).
Como ya manifesté en una publicación anterior sobre la relación de la tributación medioambiental con el principio de capacidad económica,[5] no hay incompatibilidad sino ajenidad respecto de dicho principio, porque la finalidad de estos impuestos no es contributiva sino reparadora y por ello su cuantificación no se mide en función de la riqueza, sino del riesgo o daño que supone su “capacidad de contaminar”. En otro orden de cosas, es curioso advertir cómo la crisis de la imposición patrimonial a la que me referiré a continuación, ha venido a coincidir en el tiempo con un reforzamiento de los impuestos de ordenación, de tal modo – y sin que esto suponga una crítica a este tipo de impuestos ni mucho menos a los objetivos que se pretenden conseguir con su implantación – que vamos hacia un modelo de fiscalidad en el que los ciudadanos pagarán impuestos no tanto ni sólo en función de su riqueza, sino en función del tipo de vida que lleven. Quizás sería interesante analizar la relación entre el tipo de vida y el nivel de riqueza, pero ese tema es para otro debate.
Las observaciones anteriores no significan necesariamente situar los impuestos de ordenación fuera de la órbita del artículo 31 de la Constitución. En este sentido, tesis como la del “doble dividendo” en relación con la tributación medioambiental, mantiene que la expansión de estos impuestos reforzaría la financiación, logrando por esta vía reducir la presión fiscal de otros impuestos, en particular sobre los salarios y rentas más bajas, coadyuvando de este modo a un sistema tributario más justo. En mi opinión, esta tesis hay que tomarla con cautela, porque este tipo de impuestos encierra un germen de contradicción con el objetivo de financiación, ya que la consecución del objetivo extrafiscal (reducción de emisiones, menor consumo de tabaco), debería suponer inevitablemente un descenso en su recaudación y por otra parte, al menos hoy por hoy, no parece que tengan potencial recaudatorio suficiente para ser una alternativa a la financiación del Estado del bienestar o del nivel actual de endeudamiento. Todo ello sin excluir que, desde luego, puedan contribuir a esta financiación, como demuestra el reciente Plan de Recuperación de la Unión Europea, que cuenta con la imposición medioambiental entre los recursos propios destinados a financiar dicho Plan.[6]
El encaje de los impuestos de ordenación en el artículo 31.2 de la Constitución se produce por la vía del gasto, ya que objetivos relacionados con la atención a determinadas necesidades colectivas (la salud o el medio ambiente), hace que éstas puedan y deban calificarse como necesidades públicas [7] y desde esta perspectiva, que el empleo de los recursos obtenidos en la financiación de políticas de gasto correlativas, pueda considerarse una asignación equitativa de los recursos públicos, en la medida en que éstos se destinan a satisfacer necesidades relacionadas con bienes públicos dignos de protección de acuerdo con normas fundamentales de nuestro ordenamiento jurídico [8]. En el caso de la tributación medioambiental, es frecuente sobre todo en la legislación de las Comunidades Autónomas que establecen este tipo de impuestos como tributos propios, prever la afectación de la recaudación a la cobertura de gastos relacionados con el mismo objetivo, bien de modo específico o a través de un Fondo creado al efecto.
Si antes he aludido a los impuestos directos que gravan la riqueza personal, es obligada la referencia a la actual discusión respecto de la imposición patrimonial, centrada fundamentalmente en el Impuesto sobre el Patrimonio y en el Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones. Un debate que se ha venido fraguando al hilo de la deriva de la corresponsabilidad fiscal, un contenido lógico del principio de autonomía financiera reconocido a las Comunidades Autónomas en el artículo 156.1 de la Constitución y que, en su momento, mediante la LOFCA y la Ley de Cesión de Tributos, les permitió asumir potestades normativas sobre estos impuestos. No era difícil suponer que el ejercicio de la corresponsabilidad fiscal así instrumentada, llevaba el germen de la competencia fiscal, lo cual ha culminado en el actual debate focalizado en la discriminación territorial, pero al mismo tiempo desencadenando una crisis de legitimidad en relación con aquellos impuestos. En realidad, como ya he manifestado en publicaciones anteriores,[9] la discusión sobre la deriva de la corresponsabilidad fiscal ha actuado como caballo de Troya para propiciar otro debate de fondo cuyo objetivo es el acoso y derribo de estos dos impuestos. Sin duda la desigualdad de la carga fiscal en función del territorio de residencia, ha sido un argumento que ha jugado en contra del mantenimiento de estos impuestos, hasta el punto de que en el Informe de la Comisión de Expertos sobre la Financiación Autonómica de 2017, ni siquiera se llegó a un acuerdo sobre el mantenimiento o supresión del Impuesto sobre el Patrimonio, manteniendo una parte de los miembros de la Comisión que su establecimiento fuera opcional para las Comunidades Autónomas.
En la situación actual, la posibilidad de regular determinados elementos cuantitativos y beneficios fiscales en estos impuestos, es uno de los principales focos de riesgo de una desproporcionada disparidad de la carga fiscal entre contribuyentes residentes en distintos territorios; una situación que puede llegar a vulnerar la norma contenida en el artículo 19.2 de la LOFCA, que establece la exigencia de “presión fiscal efectiva global equivalente en todo el territorio nacional” como límite a las Comunidades Autónomas en el ejercicio de sus competencias normativas sobre los tributos cedidos y que también figura en las normas de armonización con los Territorios Históricos.[10] Puede sorprender que una referencia a esta norma y en definitiva, a la exigencia de cumplimiento de la ley, esté ausente del argumentario habitual utilizado en este debate; pero, en realidad no sorprende tanto si se tiene en cuenta que el partido armonización vs. autonomía no se está jugando en el campo del Derecho, sino en el de la política.
Al margen de la corresponsabilidad fiscal, no faltan en el debate argumentos que han acentuado estos últimos años la crisis de la imposición patrimonial. Entre los más repetidos, la penalización por un efecto de doble imposición sobre el ahorro y la inversión, al considerar que el capital acumulado por una persona física procede de rentas ya gravadas. En el caso del Impuesto sobre el Patrimonio, a su declive contribuyó la desactivación de este gravamen por la propia legislación estatal en 2008 que introdujo una bonificación del 100% sobre la cuota, a la que siguió en 2011 una reactivación provisional mediante sucesivas prórrogas que se han mantenido hasta ahora. El actual proyecto de Ley de Presupuestos Generales de Estado pone fin a esta situación garantizando la vigencia indefinida del impuesto a partir de 1 de enero de 2021, lo cual hace más urgente una reforma de las competencias autonómicas para evitar que dicha vigencia quede sin efecto. Tanto la Ley de 2008 que desactivó el Impuesto sobre el Patrimonio como el Informe de 2017, se hicieron eco de la crisis de este impuesto, argumentando que había perdido su función de control del impuesto sobre la renta y su efecto redistributivo, además del repetido argumento de las distorsiones sobre el ahorro y la inversión; argumentos estos últimos que también se utilizan contra el Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones. A mayor abundamiento, el dato del Derecho comparado, caracterizado por la inexistencia de un Impuesto sobre el Patrimonio en una mayoría de jurisdicciones fiscales, juega sin duda en contra del mantenimiento de este impuesto en nuestro sistema.
Otro elemento importante que no puede ni debe obviarse en este debate, es el límite establecido en el propio artículo 31.1 de la Constitución, que tras referirse a un “sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad” añade “que en ningún caso tendrá alcance confiscatorio”. Lo que significa que la exigencia del deber de contribuir de acuerdo con la capacidad económica, no puede “en ningún caso” legitimar que se busque la riqueza de los ciudadanos para expropiarla. Éste es sin duda, un límite especialmente sensible en impuestos como los que estamos comentando, cuyos hechos imponibles están directamente vinculados al derecho de propiedad y cuya cuantificación responde a parámetros de progresividad; derecho de propiedad cuya protección está además garantizada en Convenios internacionales firmados por España, como es el caso del Convenio Europeo de Derechos Humanos y la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea.
Debe advertirse a este respecto, que el límite del alcance no confiscatorio relacionado, aunque no exclusivamente, con la progresividad, es hasta cierto punto ambiguo y difícil de precisar en términos cuantitativos. No obstante, hay determinados criterios relativamente fáciles de identificar y que han sido establecidos por la jurisprudencia constitucional. Sobre esta cuestión, el Tribunal Constitucional ha interpretado este límite en su conexión con el sistema tributario, lo cual no es obstáculo para valorar un tributo en concreto en relación con el efecto confiscatorio, en supuestos tales como el gravamen sobre una riqueza inexistente o ficticia, o el agotamiento de la renta o riqueza gravada por efecto de la aplicación del impuesto. En este sentido, el establecimiento de un límite a la cuota íntegra del Impuesto sobre el Patrimonio o, como en el sistema vigente, un límite conjunto con el IRPF, puede considerarse un “escudo fiscal” o garantía en línea con aquella limitación constitucional, si bien tampoco debe interpretarse como una cuantificación precisa de la misma, capaz de enervar por sí sola la valoración constitucional de la aplicación del impuesto en un caso concreto. También deberá tenerse en cuenta a estos efectos, la interpretación del Tribunal Europeo de Derechos Humanos respecto de la “excepción tributaria” frente a la protección del derecho de propiedad contenida en el artículo 1 del Protocolo Primero del Convenio, que ha limitado el alcance de dicha excepción mediante el concepto de “carga fiscal excesiva”.
En la actualidad, el debate sobre la imposición patrimonial ha vuelto a primera línea, observándose un cambio de tendencia, tanto por parte de la doctrina, como por algunas iniciativas en Derecho comparado, a lo que se ha unido, en la actual situación creada por el impacto económico de la pandemia del Covid 19, recomendaciones de organizaciones internacionales. El tema ya fue tratado por la profesora Ribes en una certera reflexión publicada en este mismo Blog.[11] La OCDE en su reciente Informe[12] sobre las políticas fiscales que deben adoptar los Estados para hacer frente a esta crisis, considera que la obtención de mayores ingresos fiscales no puede recaer esta vez -a diferencia de la crisis de 2008 – sobre las rentas del trabajo y el consumo, y ello no sólo por dificultad política sino también por razones de equidad, por lo que los impuestos sobre el patrimonio y sobre las rentas del capital están llamados a jugar un importante papel.
Con todo, al margen de coyunturas económicas, sesgos ideológicos, debates teóricos o planteamientos pragmáticos, hay un dato incuestionable que es además, en nuestro Derecho, una exigencia constitucional: el deber de contribuir de acuerdo con la capacidad económica (artículo 31.1) lo que, según el Tribunal Constitucional “obliga a buscar la riqueza allí donde la riqueza se encuentra”. Desde esta perspectiva, no se entiende con qué argumentos se puede mantener la ajenidad del patrimonio de las personas físicas respecto de dicha riqueza. En el debate en torno a la supresión del Impuesto sobre el Patrimonio, el argumento de la sobreimposición del ahorro parece ignorar que en un sistema que grava la obtención de renta, el patrimonio (capital acumulado) es un índice autónomo de capacidad económica; como lo es el consumo, respecto del cual no se suele esgrimir – por ejemplo, frente al IVA – un argumento basado en la sobreimposición de la renta gastada. Por otra parte, se echa de menos en las discusiones recientes, un criterio de justicia que en su momento se utilizó para justificar aquel impuesto y que enlaza con los principios proclamados en el artículo 31.1 de la Constitución; este criterio es el que considera la mayor capacidad económica de las rentas fundadas (capital) frente a las no fundadas (trabajo). En el caso del Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones, debe tenerse en cuenta que no hay doble imposición en sentido estricto en relación con el patrimonio del causante o donante, ya que no se grava a éste, sino al heredero, legatario o donatario por el incremento de patrimonio obtenido a título gratuito. Tampoco en este caso se entiende con qué argumentos se puede mantener que la obtención de una ganancia de este tipo es ajena a una manifestación de riqueza o, en otro orden de cosas, ignorar el hecho de que la herencia es un factor de desigualdad.
Concluyo advirtiendo que mi intención en estas líneas ha sido simplemente recordar que tanto el patrimonio personal como los incrementos de patrimonio obtenidos a título gratuito son manifestaciones de riqueza y como tal, pueden ser consideradas indicativas de capacidad económica cuyo gravamen encaja en “un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad”. Mantener o no estos impuestos es una decisión de política fiscal que, como tal, podrá y deberá ser valorada de acuerdo con los parámetros constitucionales; como también podrá serlo, en caso de mantenerlos, la configuración normativa de estos impuestos, cuya regulación actual es sin duda mejorable en diversos aspectos, tales como la valoración de bienes y derechos, una cuantificación adecuada del esfuerzo fiscal de los contribuyentes o la efectiva integración de nuevas manifestaciones de riqueza en zonas de riesgo de inmunidad fiscal como los cripto activos.[13] En cualquier caso, la configuración normativa debe incluir el ejercicio de competencias de acuerdo con el bloque de constitucionalidad que ordena dicho ejercicio por parte de los distintos niveles de Gobierno.
Por otra parte, debe tenerse en cuenta que mantener o suprimir los actuales impuestos sobre el patrimonio y sobre sucesiones no son las únicas opciones. Hay alternativas para someter a gravamen las manifestaciones de riqueza objeto de los actuales impuestos en el ámbito de la imposición sobre la renta: en el caso del patrimonio, teniendo en cuenta esta variable en la cuantificación de este impuesto[14] o reforzando una imposición dual como la ya existente, pero esta vez incrementado el gravamen sobre las rentas del capital como modo de restablecer el equilibrio entre las rentas fundadas y las no fundadas. En cuanto a los incrementos de patrimonio obtenidos a título gratuito, suprimido el Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones, dejaría de tener sentido la vigente norma de no sujeción en el IRPF, lo que permitiría su integración en el hecho imponible de este impuesto; pero si la opción es la supresión efectiva del gravamen sobre estas ganancias, debe o bien modificarse la norma del hecho imponible o establecer una exención en el impuesto sobre la renta.
Pero quizás lo más importante es recordar que la capacidad económica no es el por qué, sino el en qué medida (“de acuerdo con”) es exigible el deber de contribuir de los ciudadanos. Dicho de otro modo: los impuestos y en particular los de financiación, no se pagan por ser (más o menos) rico, sino porque existe un deber de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos. “Buscar la riqueza allí donde la riqueza se encuentra” no es un fin en sí mismo, sino un medio que sólo se justifica si el destino de una parte de esa riqueza detraída coactivamente mediante los impuestos, se asigna a la financiación de necesidades públicas determinadas con criterios de justicia; una exigencia de asignación equitativa a la que responden las políticas de gasto que coadyuvan a la reducción de la desigualdad. En todo caso, un imperativo resultante de la interpretación congruente del artículo 31 de la Constitución, que vincula a los titulares del poder financiero en las decisiones relacionadas con la obtención y el empleo de fondos públicos.
Cuestión distinta pero no menos importante es que, como advierte el profesor Schön,[15] en la actualidad de un mundo global caracterizado por la competencia fiscal y la movilidad de las personas y las fuentes de riqueza, se haya erosionado la congruencia entre el voto en las decisiones sobre política fiscal, el pago de los impuestos y los beneficios del gasto público, y que los mandatos constitucionales de los ordenamientos estatales tengan un alcance limitado frente a esta situación. Pero ese tema también es para otro debate.
[1] A.Rodríguez Bereijo “Derecho Financiero, gasto pública y tutela de los intereses comunitarios en la Constitución” Estudios sobre el proyecto de Constitución. Centro de Estudios Constitucionales, 1978.
[2] E.Kleinbard “We are better than this” Oxford University Press, 2015.
[3] T.Piketty “Le capital au XXI siècle” Seuil, 2013. E.Saez, G.Zucman “The Triumph of Injustice” W.W.Norton&Company, 2019.
[4] F.Vicente-Arche “Apuntes sobre el instituto del tributo” Revista Española de Derecho Financiero nº 7, 1975.
[5] “El principio de capacidad económica y la tributación medioambiental” en Tratado de tributación medioambiental” (vol.I) Iberdrola y Thomson-Aranzadi, 2008.
[6] “Financing the Recovery Plan for Europe” Este documento, publicado el 27 de mayo de 2020, se refiere a los ajustes de carbono en frontera con un importe previsto entre 5 y 14 billones de euros anuales.
[7] J.J. Bayona y M.T. Soler “Gasto público y medio ambiente” Noticias de la Unión Europea nº 122, 1995.
[8] J.J. Bayona de Perogordo “El Derecho de los gastos públicos” Instituto de Estudios Fiscales, 1991.
[9] “Los retos tributarios del siglo XXI” Revista española de Derecho Financiero” nº 183, 2019.
[10] Ley de Concierto Económico con el Pais Vasco (artículo 3 b) y Ley de Convenio Económico con Navarra (artículo 7 b)
[11] A. Ribes Ribes “Un apunte sobre la imposición de la riqueza en la era post-Covid 19”
[12] OECD Tax Policy Reforms 2020.
[13] Respecto del Impuesto sobre el Patrimonio, ver las Consultas DGT V 0250-18 y V 0590-18. El proyecto de Ley de Medidas de Prevención y Lucha contra el Fraude introduce obligaciones de información sobre monedas virtuales (D.A. 13ª, apartados 6 y 7). En la Unión Europea hay una proposición para la regulación del mercado de cripto activos (COM (2020) 593/3) y se han dado los primeros pasos para modificar la Directiva de Cooperación Administrativa (en este caso, sería la DAC 8) para introducir el intercambio de información sobre cripto activos (Inception Assessment, documento publicado el 23 de noviembre de 2020)
[14] Una propuesta de integración de la riqueza en la cuantificación del impuesto sobre la renta puede verse en: A.Glogower “A Constitutional Wealth Tax” Michigan Law Review, 2019.
[15] W.Schön “Taxation and Democracy” Tax Law Review (vol.72), 2018.